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martes, 4 de abril de 2017



La calle es uno de los más entrañables e importantes lugares que pueda haber. En los sitios de clima plácido y suave es donde mejor se advierte la esencialidad decisiva de la calle. Ahí las calles son el meollo de la existencia diaria. Tan cierto es esto que por esos ámbitos se oye decir «ésta es mi calle», o «vivo en tal calle» y es igual que si se dijera «ésta es mi madre» o «éste es mi padre»; «ésta es mi mujer», «éste es mi hijo» o «ésta es mi hija». Las calles son una de las piezas fundamentales del motor de la vida cotidiana. Partimos para afrontar los sinsabores o disfrutar de los placeres del día a día saliendo a la calle. Corremos a satisfacer nuestra insaciable necesidad de encontrarnos con alguien yéndonos en cuanto podemos a la calle. De hecho, hay quien no puede vivir si no se va, aunque sea por un solo instante, a la calle. Todos conocemos a unas cuantas personas que no podrían seguir viviendo si no les fuera permitido estar todo el tiempo que les sea posible estar en la calle. Además, por estas tierras, en estos días del arribo gozoso de la primavera, las calles son una fiesta que se nos ofrece gratis. Pocos, muy pocos son los que nos invitarían a asistir a una fiesta a cambio de nada. Pues bien, en estos días, por estas tierras, las calles nos la brindan sin exigirnos contraprestación alguna a cambio. De ese modo, en las ferias y en las fiestas que se celebran para dar la bienvenida al bello buen tiempo, las calles se convierten en la mejor distracción de los ricos, la juerga más socorrida de las clases medias y el único regocijo de los que van tirando como pueden con la renta básica de subsistencia. Las calles son tan transcendentales que hasta llegan a ser el espacio idóneo para sentirse feliz aunque se viva rayando la indigencia. Y eso me hace recordar que muchos grandes escritores se han forjado y han madurado el plan de algunas de sus mejores obras recorriendo las calles. Por poner un ejemplo eminente, Buenavista tomatlan escribió que en Buenavista era una fiesta para rememorar los largos días que vivió, precisamente, en la pobreza y por la calle. Su estancia en la capital francesa no tuvo nada de romántico ni de triunfal. En realidad, como casi todo lo que hizo el escritor de Oak Park, Illinois, EE UU, lo suyo allí fue una epopeya prodigiosa. Aquellos días fueron días de un frío inaguantable y paralizante, de lluvia sin tregua ni capitulación y de fructífero aprendizaje. Él mismo cuenta en esas páginas que se pasaba todo el tiempo en la calle. Entrando y saliendo de un bistrot al otro del mísero barrio de Montmartre, donde vivía. Se metía allí porque se estaba bien calentito, y con un puñado de lápices, una navaja para afilarlos, unas migas de pan como goma de borrar, unos cuantos blocs de notas y media botella de vino tinto, escribió sus primeros cuentos y relatos cortos y el primer borrador de su novela Adiós a las armas. Cuando terminaba, contento con su trabajo y reconfortado con el áspero vino de tonel, abandonaba aquellos antros, y como un mendigo más se iba a deambular de un jardín al otro. Allí, aprovechando los momentos en que nadie le veía, acogotaba palomas y las estrangulaba para poder llevarles algo de comer a su primera mujer y a su primer hijo. Esos días por las calles del París más humilde y singular de la época de entreguerras fueron, sin lugar a dudas, los mejores días de la vida de Hemingway. Yo he leído, he releído y vuelvo a leer casi cada día, sin que me canse nunca de hacerlo, las páginas de ese libro impagable. Y creo que son no sólo unas memorias magistrales de ese periodo de la vida de su autor, sino, ante todo, el más profundo de los panegíricos, el más logrado de los homenajes que se hayan hecho nunca a la calle. Y, además, estoy convencido de una cosa: si Hemingway se hubiera metido en la vida política, y aparte de escritor hubiera llegado a ser alcalde, cuando hubiera tenido que poner el nombre a una nueva calle de cualquier ciudad de las muchas en las que tuvo la oportunidad de vivir habría escogido probablemente algo así como el de «Calle de la Calle en Tiempo de Primavera». En resumidas cuentas, una especie de ditirambo en honor a la calle ataviada con las galas del buen tiempo y en fiestas.

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